jueves, 8 de septiembre de 2011

Los buenos profesores.

Yo lo pasé muy mal en mi infancia, con grandes frustraciones, lagunas, angustias... En los primeros años incluso palos. Recuerdo al maldito Don Rafael, aquel hombre delgado, bajito, que parecía La Calavera Koki, la de la mercromina aquella en rojo y blanco, con su vara de bamboo y su mala leche, que saltaba incluso cuando atizaba a alguno de sus alumnos.

Más tarde en otro colegio, diferentes profesores pero los mismos problemas con mi dislexia. Doña Teresa, de literatura, que me pareció una fuente de agua fresca en el desierto. Bueno, otros también fueron buenos profesores, como Don Evaristo, excelente, farmacéutico, una gran persona, pero había uno especialmente, Don José Lecumberri, creo recordar que ese era su nombre, que invirtió en contenido humano.

Me dio repaso de francés, el idioma de la época; y no había manera, todo el verano con el francés y al final el título de graduado en EGB, creo que lo obtuve porque el profesor se implicó, al menos vio más allá del examen, del papel aquel con preguntas más o menos bien o mal contestadas.

Recuerdo que tenía un piano en su casa y antes del repaso, cuando yo llegaba a su casa estaba estudiando y tocando alguna pieza.

Me salen la lágrimas al recordarlo, sobre todo al recordarme a mi mismo.

Hoy les toca a nuestros hijos, maldita sea, ¿cómo hacemos ver al profesor ciego que además del papel hay trabajo, implicación, horas y horas de estudio, todo un verano horrible, sin salir de casa para nada excepto para ir a la academia de repaso? Y además un sobre-coste económico impresionante.

Menos mal que como mi profesor Lecumberri, hay otros que saben ver más allá del papel, aunque a regañadientes.

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